lunes, 15 de julio de 2013

Testimonios británicos de la ocupación chilena de Lima

Informe sobre las actividades del Teniente Carey Brenton, mientras estuvo de observador en el Cuartel General del Ejército Peruano a cargo de la defensa de Lima (1)

H.M.S. "Triumph"
Callao, 19 de enero, 1881
Señor:

Habiendo retornado ayer a la nave de su majestad bajo vuestro mando, tengo el honor de remitirle para su información un recuento detallado de mis actividades, junto con las observaciones que pude hacer durante el periodo en que estuve de observador en el cuartel general del ejército peruano.

Al redactar este informe, debo mencionar que tuve mucha dificultad para decidir qué debía ser incluido y qué omitido en este tipo de narración oficial. Después de una consideración muy profunda del espíritu de mis instrucciones, y tomando en cuenta el hecho de que yo debía cumplir obligaciones más allá de la mera observación acerca de las tácticas puramente militares de la campaña, he considerado apropiado redactar mi informe de la manera más general y sencilla que me sea posible, incorporando apuntes personales escritos cuando estaban frescos en mi memoria. Estos, aunque quizá parezcan faltos de importancia, si se les considera aisladamente, servirán, una vez confrontados, para ilustrar en mayor o menor grado las características de la nación ante la que estuve acreditado, y, en cierta medida, revelarán la atmósfera en que se desarrolló la guerra.

Siento tener que decir que no pude evitar que la mayor parte de mis notas y documentos se perdieran durante el imprevisto ataque chileno a Miraflores. Por ello, tendré que acudir muchas de las veces a mi memoria para suplir esta carencia. La pérdida, sin embargo, no es tan seria como podría parecer, porque no pude obtener mucha información estadística sobre el personal o material bélico del ejército peruano, por razonas obvias a las que me referiré luego.

También deseo hacer constar que, siendo oficial naval, mis comentarios sobre el desenvolvimiento general de la campaña son hechos con gran cautela, y critico solo aquellas cosas que resultan claras para cualquier espectador ordinario.

Al presentarme por primera vez en el cuartel no pude menos que notar que los oficiales recelaban de mí, por lo cual estuve obligado a proceder con mucha circunspección, muy especialmente cuando intentaba obtener información sobre asuntos militares. En una ocasión me fue negado firme, aunque cortésmente, el permiso para inspeccionar unos cañones de campaña fabricados en Lima.

Era muy evidente que el ejército peruano había sido organizado apresuradamente, y sería muy difícil creer que alguna de sus divisiones estuviese constituida, principalmente, por tropas regulares.

Si tuviera que agrupar bajo distintos acápites toda la información recibida, temo que mi informe originaría confusión, pues invariablemente recibí de distintos oficiales respuestas diferentes a las mismas preguntas; en todo caso, rara vez eran confiables. Por ello, me parece que en lugar de presentar estadísticas detalladas obtenidas de segunda mano, será de más valor describir lo que observé personalmente durante la campaña.

De acuerdo con estos criterios, deseo dejar sentado que me dirigí a Lima el lunes 20 de diciembre, donde se me hizo saber que recibiría mis próximas instrucciones del ministro peruano de guerra.

Luego de presentarme al señor St. John, ministro residente de su majestad en Lima, utilicé mi tiempo libre para establecer relaciones con varios oficiales peruanos, con miras a obtener información sobre posibles operaciones del ejército. Entre aquellos a quienes fui presentado estaba el teniente coronel T. Smith, quien tenía un puesto en el personal del ministro de Relaciones Exteriores y estaba al servicio inmediato del presidente, pero no pude averiguar con certeza cuándo empezaría la movilización del estado mayor o de las tropas.

La siguiente descripción sobre la conformación del ejército peruano podría ser de interés.

La unidad táctica del ejército es el batallón, supuestamente consistente de 12 compañías de 50 hombres cada una. Sin embargo, la fuerza promedio del batallón escasamente excede los 500 hombres. Un batallón está bajo el mando de un coronel o "jefe", asistido por un teniente coronel o comandante y un mayor. Estos son oficiales montados. Cada compañía está bajo el mando de un capitán, quien cuenta con cuatro subalternos. Por lo general, los capitanes son de una extracción social muy baja, mientras que los subalternos casi no se distinguen de la tropa. En mi opinión, esta inferioridad de los oficiales de las compañías es una de las muchas razones que condujeron a los irreparables desastres experimentados por las armas peruanas. Probablemente fue la principal de que se abandonaran las fuertes posiciones que se habían tomado.

Por lo general los soldados son indios que no saben otro idioma que el suyo. Como están acostumbrados únicamente a tareas agrícolas, no son de naturaleza belicosa y es la gente más pasiva, dócil y de mejor naturaleza que jamás he visto. Siempre he comentado que el soldado peruano parece tan contento y satisfecho alrededor de la hoguera del campamento como en su propio hogar.

La mayoría de los oficiales, especialmente los de rangos superiores, son descendientes de los antiguos colonizadores españoles, y por ello tienen bastante poco en común con sus hombres. Se desconoce el esprit de corps, y aunque el soldado peruano lanza invariablemente el grito de "¡Viva el Perú", ya sea antes de atacar o antes de huir del enemigo, es probable que no conozca su significado y grite meramente porque se le ha ordenado hacerlo. Muchos desconocían totalmente la causa por la que luchaban, imaginándose que se trataba de una revolución en la que los contendientes estaban comandados respectivamente por los generales Chile y Piérola. También me contó un oficial que había oído decir a soldados que "ellos no se iban a dejar matar por la causa de los blancos".

El uniforme de la infantería era una especie de polaca de dril blanco y pantalones. Esto nunca se cambiaba, aunque algunos batallanos lucían orgullosamente un uniforme azul con chevrones rojos. Noté claramente que los oficiales eran muy susceptibles acerca del tema del uniforme, por lo que me abstuve discretamente de referirme a él o criticarlo.

La escasez e irregularidad del uniforme se debía, sin duda, al hecho de que la mayoría de la tropa estaba compuesta por hombres reclutados en el interior del país y vestidos con lo primero que se pudo encontrar en aquel momento. El traje de los oficiales era tan irregular como el de sus hombres; usaban frecuentemente prendas civiles, sobre todo pantalones. Muy pocos de los soldados tenían la suerte de poseer  botas o zapatos; unos cuantos usaban sandalias, pero muchos iban descalzos. No hay que olvidar, sin embargo, que la mayoría de estos hombres nunca habían usado botas o zapatos, y que probablemente podían marchar mayores distancias estando descalzos.
 
Nicolás de Piérola
Los batallones, numerados según las posiciones que habrían de tomar en la línea de batalla, llevaban los nombres de los pueblos o provincias donde habían sido reclutados. Siempre se les mencionaba por su nombre y no por el número de su regimiento.

La infantería estaba armada con el fusil Martini-Peabody, muy similar al nuestro Martini-Henry, pero diferenciándose en que el cañón es más pequeño y tiene un mecanismo de medio amartillado que me dijeron era raramente utilizado. La gran dificultad que tenían los hombres con sus fusiles era el evitar que la arena trabase los cilindros vacíos en la abertura. Esta dificultad pudo prevenirse a veces con una pequeña placa semicircular de bronce que se diseñó de manera que se deslizara sobre el obturador de la abertura y que parecía servir al propósito perseguido, o sea, evitar la entrada de arena.

Cada hombre cargaba munición para 100 tiros, además de una cantimplora de hojalata con capacidad para un cuarto de galón de agua, y una manta enrollada alrededor de la cintura. Todos los implementos culinarios eran llevados por las esposas de los soldados, quienes también se ocupaban de ese tipo de tareas. Estas pobres mujeres o "rabonas", como se les llamaba, merecen gran admiración por la manera infatigable como seguían a sus maridos, incluso en medio de las batallas, dedicándose sin acobardarse al cuidado de los heridos, sordas e indiferentes a las balas que volaban a su alrededor.

Las raciones adjudicadas a cada hombre eran generosas. Se les daba dos comidas diarias, en cada una de las cuales recibía tres cuartos de libra de carne de res, y media libra de pan con frejoles y cebollas. Hay que tener presente, empero, que las rabonas compartían las raciones de sus maridos.

Las tropas no usaban tiendas de campaña, que no eran necesarias ya que nunca llueve, y una manta extendida era suficiente protección contra el calor del sol.

El ejército a cargo de la protección de Lima consistía en cuatro divisiones llamadas "ejércitos", cada una bajo el comando del coronel más antiguo. No está demás comentar aquí que aunque muchos de los llamados generales estuvieron presentes con el ejército en el campo, mientras otros estaban destacados al estado mayor del presidente, ocupando puestos de importancia puramente nominal, no me equivocaría mucho afirmando que ningún general estaba realmente al mando de algún cuerpo de tropa, excepto el general Silva, cuyo puesto nominal era el de jefe del estado mayor del presidente, era Silva realmente quien ejercía funciones de comandante en jefe, si es que suponemos que alguien tenía que estar ejerciendo esa responsabilidad.

Las divisiones eran comandadas en orden numérico por los coroneles Iglesias, Suárez, Cáceres y Dávila, respectivamente. Cada división estaba compuesta por tres brigadas, cada una de las cuales era a su vez comandada por un coronel. Cada brigada consistía en tres batallones de infantería, unos 1,500 hombres; y una batería de artillería de 10 cañones y unos 200 artilleros. Así, se puede considerar que, en promedio la fuerza de brigada tenía alrededor de 1,700 hombres, mientras que la división constaba de unos 5,100.
 
General Manuel Baquedano
Había gran escasez, tanto de ingenieros como de caballería. Los pocos que habían sido reclutados no formaban parte de ninguna división en particular, sino que recibían órdenes directas del cuartel general. Al comienzo de la campaña, la fuerza total de caballería debe haber contado con unos 600 hombres, la mitad de los cuales había sido despachada a Cañete para reconocer al enemigo y hacer lo posible para oponerse a su avance. Así es que cuando se formó el ejército se contaba con solo 300 de caballería, en los que recaían todas las tareas de avanzada y reconocimiento. Ellos al mismo tiempo estaban pobremente montados y nunca podían adelantarse mucho a sus propias líneas, por temor a la caballería chilena, más numerosa, mejor montada y equipada. De aquellos 300 que fueron enviados a Cañete, solo un tercio regresó a Lima, ya que los otros 200 fueron interceptados y tomados prisioneros por el enemigo poco después de su desembarco en Chilca. Este episodio basta para demostrar la manera tan descuidada y negligente en que condujeron las operaciones del ejército peruano.

Habían unos 200 ingenieros que se ocupaban principalmente de minar caminos y fuertes. Como estas operaciones se realizaban con gran sigilo, al amparo de la oscuridad, no pudo obtener información sobre la posición de estas minas ni su método de explosión. Creo que eran de dos clases: unas, un tipo de torpedo livianoque contenía unas 10 libras de pólvora, o su equivalente en dinamita, que parecen haber sido depositadas desordenadamente a una distancia de unas 2,000 yardas delante de las líneas peruanas, donde estaban ocultas a la vista por una ligera cubierta de arena. Probablemente tenían un mecanismo percusivo que las hacía estallar al ser pisadas.

La otra clase de minas eran simples excavaciones bajo las fuentes, o bajo los caminos que conducían a ellas. En esas excavaciones se depositaban grandes cantidades de pólvora, de modo que de retroceder los peruanos, pudieran ser encendidas con una mecha Bickford. En ningún caso parece que las minas fueran tan científicamente preparadas como para detener al enemigo bajo el cercano fuego de los parapetos. La colocación de minas no parece haber seguido, en caso alguno, un plan táctico que permitiera contener al enemigo muy cerca al fuego disparado desde los reductos. Aparentemente, estas minas no fueron muy útiles para detener el avance del ejército vencedor, por el contrario enfurecieron tanto a los soldados chilenos que los hicieron tomar represalias muy severas contras los vencidos.

Hasta aquí me he ocupado solamente del ejército de línea. La reserva, que también fue llamada a combate, la componían practicamente todos los peruanos, físicamente hábiles que se pudieron encontrar aunque no pertenecieran ya al ejército. Conformaban 16 batallones de infantería, unos 8,000 hombres. Si se incluye la fuerza policial, y otros cuerpos que fueron enviados a engrosar el ejército, la fuerza total de la que dependía la seguridad de la capital sumaba unos 30,000 hombres.
Cuatro divisiones de 5,100...................................................20,400
Caballería...................................................................................600
Ingenieros..................................................................................200
Policía y otros.............................................................................800
Reserva....................................................................................8,000

Total.....................................................................................30,000
Los peruanos tenían unos 120 cañones de campaña de diversos tipos. El más común era uno de retrocarga de seis libras, fabricado en Lima. Cinsistía en un tubo interior de un acero de baja calidad, apropiado para la construcción de vías férreas, y encasillado en un tubo exterior de bronce. El arreglo del espiral y rayado de la cerradura de recámara eran similares al sistema Krupp. Estos cañones no habían sido provistos de miras y las miras estaban graduadas solamente en grados. Fui informado que tenían un alcance de unas 3,000 yardas. Disparaban un tipo de cartucho de metralla que tenía una mecha sensitiva de percusión.

Al día siguiente de mi llegada a Lima, el 21 de diciembre, se me informa de que se le entregaría nuevos estandartes al batallón N°. 67 de infantería Piura, que estaba estacionado en Chorrillos. Como pensé que la ceremonia podía darme cierta idea sobre la organización de los regimientos, decidí asistir. Los peruanos, como todas las razas latinas, gozan mucho de exhibiciones teatrales y la escena que presencié en Chorrillos no fue una excepción a esta regla.

Al llegar encontré al batallón alineado, formando tres lados de un cuadrilátero en la esquina de una plaza se había improvisado un altar sobre el cual pendía el estandarte que iba a ser presentado. El general Vargas y els ecretario de su excelencia el jefe supremo de la república apadrinaban la ceremonia, uno a cada lado del altar, acompañados por el coronel Canevaro, comandante de la primera brigada de la tercera división, a la que pertenecía el batallón Piura y sus oficiales.

La banda estaba al centro y de vez en cuando tocaba una música sacra realmente buena. El capellán con vestiduras eclesiásticas completas, pronunció un discurso muy emocionante, en el que se apelaba al fervor religioso como elemento combativo. Advertí que con todo ello el sermón no motivó reacción alguna entre los soldados.

Hacia el final de la ceremonia sonó la campanilla, se pusieron todos de rodillas y se procedió a la bendición del estandarte. Luego, este fue entregado al batallón y llevado alrededor de la formación tras lo cual los oficiales se abrazaron unos a otros. Cuando concluyó la ceremonia, todos los participantes fueron obsequiados con una pequeña medalla de plata en la que estaba inscrito el lema: "Victoria o muerte". La medalla había de ser usada por quienes la recibían, colgando de una cinta con los colores peruanos. Días después, durante una apresurada retirada con la misma división, recordaba frecuentemente la inscripción de la medalla y no podía evitar imaginarme que algunos de los que corrían desesperadamente para ponerse a salvo aún habrían de tenerla consigo.

El resto del día fue dedicado, tanto por los oficiales como por las tropas, a la algarabía y celebraciones. Me impresionó el hecho de que tanto un general como el secretario privado del presidente pudieran encontrar tiempo para dedicarse a festejos en momentos tan críticos para la nación. Mi sorpresa aumentó considerablemente cuando, esa tarde, la noticia del desembarco en Chilca de los chilenos no produjo efecto alguno. Por el contrario, no se hizo caso del aviso y el secretario del presidente con todos los oficiales que comandaba las brigadas y los batallones dedicaron el resto del día a a postar botellas de licor a cara o sello en un jardín italiano. ¡Todo esto, mientras se sabía que un enemigo poderoso acababa de desembarcar a menos de 30 millas de Lima!

Como oficial extranjero fui recibido en esa primera ocasión de manera extremadamente atenta y considerada, y me es grato aprovechar esta oportunidad para dejar constancia de la amabilidad con que fui tratado por gente de todas las jerarquías. Sin excepción, a través de las vicisitudes en que acompañé luego al ejército peruano, fui siempre tratado con la mayor hospitalidad, y siempre guardaré un vivo sentimiento de gratitud tanto hacia los oficiales como hacia los soldados, por la forma generosa en que compartieron conmigo sus alojamientos y provisiones, aun en aquellas ocasiones en que estas anduvieron escasas. En una oportunidad, durante una larga y agotadora marcha, un soldado raso insistió en compratir conmigo su magra ración de pan, al notar que yo no disponía de provisiones. Menciono esto como un ejemplo de los buenos sentimientos y naturaleza de los peruanos.

A pesar de que, como ya mencioné, habían llegado noticias a Lima sobre el desembarco de los chilenos a Chilca, al volver a la capital esa noche no encontré ningún preparativo para oponerse al desembarco ni se adoptaban medidas enérgicas al respecto. Quizá debería decir aquí, de una vez por todas, que los peruanos no entienden el significado de "medidas enérgicas"; es decir, no tienen idea de cómo actuar inmediata y decisivamente, de improviso. Cuando surge alguna emergencia piensan que "algo" debe hacerse, pero al mismo tiempo se consuelan pensando que es casi seguro que "alguien" está haciendo ese "algo", o si no, entonces será hecho por algún otro el día de mañana. Es imposible apurarlos; la única manera de lograr que algo se efectúe prontamente es permaneciendo pacientemente al lado del oficial que debe encargarse de un asunto hasta que sea ejecutado. Es un error fatal irse con la simple promesa de que un pedido sera satisfecho al día siguiente.

Al observar señales de preparativos para la partida de las tropas la tarde del 22 de diciembre, y no habiendo recibido ninguna indicación al respecto, empecé a alarmarme que se fuera a enviar una expedición a enfrentarse con los chilenos, sin contar con la presencia de algún oficial neutral. Por lo tanto me presenté al despacho de guerra, donde me recibió el coronel García y García, primer secretario del ministro de guerra, a quien expresé mi deseo de acompañar a cualquier columna de avanzada que pudiera ser despachada. Me recibió muy amablemente, y pareció agradarle mi propuesta. Me informó que el coronel Cáceres, al mando de la tercera división, partiría de Lima dentro de una hora, hacia Pachacámac, y que me dejaba en libertad de marchar con él en caso de estar yo listo.

A las siete de la noche nos dirigimos a caballo fuera de la ciudad con el cuerpo de oficiales. El coronel Cáceres parecía ser un oficial muy popular, pues el grito de "¡Viva el coronel Cáceres!" nos seguía mientras atravesábamos las calles de la ciudad. Habíamos avanzado solo unas cuatro millas cuando se me ofreció un buen ejemplo de cómo se conducían las operaciones en el ejército peruano. Habíamos tomado un camino equivocado hacia la hacienda azucarera de San Juan, que queda en la carretera a Pachacámac, y en consecuencia un alto fue ordenado mientras los oficiales interrogaban a unos labradores sobre el camino que debían tomar. Por fin las tropas retrocedieron lo recorrido y se escogió otra ruta. Si consideramos que esto ocurrió cerca de la capital, que había estado bajo amenaza de invasión por el sur durante todo un año; que el presidente debe haber sabido quiénes serían los oficiales seleccionados para los puestos de mando por lo menos varias semanas antes, y que bien podrían estos en corto plazo haberse familiarizado ampliamente con toda aquella zona; si consideramos también que la orden de marcha había sido dada seis horas antes de la partida, hay que confesar que este primer episodio no podía menos que perjudicar la confianza de uno de la capacidad de la dirigencia peruana.

El coronel Cáceres dejó que la segunda brigada de su división avanzara hasta Pachacámac, mientras él iba a Chorrillos para dirigir los movimientos de la primera brigada y coordinar un plan de acción con su comandante, el coronel Canevaro. Este último parece haber sido muy afortunado al elegir como primer ayudante a uno de los oficiales peruanos más capaces e inteligentes que conocí, un mayor Castilla, hijo del famoso general Castilla, quien fuera presidente del Perú por muchos años. Este joven oficial fue educado en Inglaterra, y tenía un carácter decidido y enérgico. Nos hicimos grandes amigos, y frecuentemente me señalaba los defectos, los que él consideraba que su país era responsable y los que él creía eran las causas de su desgracia. Lamento mucho decir que fue muerto mientras, gallardamente, intentaba reorganizar su brigada durante la primera batalla.

En Chorrillos el coronel Cáceres recibió órdenes de dirigirse a Lurín en vez de Pachacámac, pero al llegar a San Juan, se recibieron nuevas órdenes indicando que debía permanecer donde estaba. Sin embargo, una brigada había ya avanzado una buena distancia por el difícil camino que conduce por encima de una cadena de colinas de arena hasta el valle de Lurín, distante unas diez millas. No se hizo gran esfuerzo por detener a aquellos hombres. El jefe de estado mayor coronel Cáceres, aparentemente creyendo haber servido suficientemente a su patria por una noche, se enrrolló calmadamente en una hamaca de estera, y pronto se olvidó totalmente de caminos, divisiones, brigadas y todo lo demás.

A las cinco horas de la mañana siguiente, el coronel Cáceres emprendió el camino a Lurín. A las seis y media encontramos a la segunda brigada de regreso. Nunca he sido testigo de escena más patética.
 
Estos hombres habían estado marchando, desde las seis de la tarde del día anterior, por un terreno de arena blanda, y estaban totalmente exhaustos. Muchos de ellos se habían deshecho de sus rifles y sus bártulos y algunos yacían incapaces de seguir avanzando. Hay que reconocer el mérito de los oficiales montados por la manera en que ayudaron a sus hombres, dando sus caballos a los fatigados e incluso cargando los fusiles de estos. Hasta se pudo ver a un coronel con un pequeño niño tambor montado detrás de él. Eran ya pasadas las nueve de la noche cuando estas pobres gentes llegaron al campamento después de una jornada de 16 horas. Esta caminata forzada sin sentido se debió totalmente a la ignorancia oficial y a errores garrafales del tipo administrativo. Sin embargo, durante toda la contramarcha, mientras cada soldado se arrastraba estoicamente, no se oyeron quejas ni murmuraciones, ni siquiera entre aquellos que se dejaban caer exhaustos en la arena hirviente, incapaces de seguir adelante por la fatiga.

Mariscal Andrés A. Cáceres.
Los peruanos escogieron bien su línea exterior de defensa. Se extendía desde Chorrillos, al extremo derecho de la posición, bordeando las crestas de varias pequeñas colinas de arena que por sí mismas formaban una cadena de fuertes completamente naturales hasta llegar a la cercanía de San Juan, de donde se desviaba hacia las montañas del este, para las tropas, un paso a través de estas montañas era practicamente imposible. Así pues se impedía el acceso a Lima por el centro de las posiciones peruanas, y se extendía a la izquierda hasta La Molina y la Rinconada, situadas en la carretera de Manchay, que es muy buena y accesible, tanto para artillería como para caballería.

Esta posición era básicamente sólida, pero hubiera sido extremadamente difícil concentrar rápidamente tropas de apoyo en cualquier punto específico, ya que se extendía por unas ocho millas y los caminos detrás eran muy malos. Ofrecía, sin embargo, alguna defensa a toda línea de avance por la cual podría acercarse a Lima un ejército invasor proveniente de Lurín, con la posible excepción del ferrocarril de La Oroya. Para que los chilenos avanzaran por esa dirección, sin embargo, hubiera estado antes obligado a desplazarse mucho hacia la parte alta del valle de Lurín y así exponer sus flancos a un contrataque peruano en Manchay. La maniobra hubiera sido tan insensata como imprudente. Había, por consiguiente, solo dos puntos sobre los que era posible un ataque, y que fueron por ello fortalecidos para resistir el avance chileno desde Lurín. Uno estaba a la derecha, entre San Juan y Chorrillos, donde el enemigo podría avanzar por la carretera de Lurín; el otro punto estaba a la extrema izquierda, entre La Molina y La Rinconada, donde habría que oponerse a un ataque por el camino de Manchay. No cabe duda de que si los peruanos hubieran llevado a cabo su intención original de defensa de línea del valle de Lurín, hubieran podido tomar allí una fuerte posición a la que el enemigo se hubiera visto obligado a atacar, aun en gran desventaja, para poder obtener agua para las tropas, pues no la había entre Chilca y Lurín. Pero de haber procedido así y ser derrotado por los chilenos y obligado a retirarse a través  de la árida y arenosa llanura entre Lurín y Chorrillos, cabe poca duda de que al ejército peruano le hubiera ido mal. Mi reciente experiencia en ese mismo camino me permite adivinar que una retirada como la que ewstoy describiendo, hostigada por la caballería superior del enemigo, hubiera terminado en desastrosa derrota para las fuerzas peruanas.

En general, pues, considero que el presidente demostró gran juicio y discernimiento al seleccionar para la línea delante de la defensa las posiciones que he intentado describir. En vista de la posibilidad de verse forzado a retroceder de esta primera exterior posición. Piérola había diseñado como una segunda e interior posición una línea de reductos que se extendía desde el mar, inmediatamente frente a Miraflores, hasta una distancia de menos de una milla de Monterrico Chico. Había nueve de estos reductos y como estaban conectados y flanqueados por paredes atroneradas de barro o adobe, formaban un obstáculo bastante serio en el camino de un ejército victorioso que habiendo conquistado las posiciones de San Juan estuviera avanzando sobre Lima.

El ejército peruano falló completamente en su servicio de inteligencia. Los oficiales más jóvenes del estado mayor, aunque excelentes y con mucho tiempo libre a su disposición, demostraron una indiferencia apática respecto de conseguir información sobre los caminos o los movimientos del enemigo, y era notorio que estos oficiales decían la verdad cuando le decían a uno que "ellos no eran soldados, y solo anhelaban el momento en que podrían volver a sus empleos civiles". Dada esta falta de entusiasmo y energía por parte de sus subordinados, los comandantes peruanos tenían que depender, principalmente para el servicio de inteligencia de los datos que les proporcionaban los montoneros, quienes eran una especie de caballería irregular que traía noticias sumamente contradictorias, así pues rara vez se obtenía información digna de crédito. Estos montoneros acostumbraban emplear tácticas guerrilleras y estaban bajo el mando hábil del coronel Rondón, un viejo oficial experimentado en ese tipo de lucha.

En la noche del 23 de diciembre, la única fuerza peruana en el campo de batalla era la división comandada por el coronel Cáceres, quien había tomado su posición delante de San Juan. Si los chilenos hubieran avanzado rápidamente en ese momento, es muy probable que hubieran tenido todas las probabilidades de evitar la reunión del ejército peruano.

Al mediodía del 24 de diciembre recibimos información de inteligencia de que un pequeño destacamento de peruanos que fue dejado en Manchay, para vigilar el avance chileno, había sido atacado por una partida de reconocimiento enemigo. El coronel Miranda al mando de los peruanos, mandó pedir ayuda médica al coronel Cáceres durante la escaramuza, y me fue permitido acompañar al médico. Partimos a la una de la tarde y fuimos por el camino que conducía directamente de San Juan a Lurín, pero en Pachacámac empezamos a subir siguiendo el lado norte del valle de Lurín, observamos un pequeño destacamento de caballería chilena cerca a la costa cabalgando hacia la derecha peruana. Poco después vimos otro destacamento que seguía el lado sur del valle de Lurín, frente a Pachacámac. Al principio temí que hubiéramos quedado aislados del valle de Manchay por esta última partida, pero los chilenos continuaron por el lado del valle y probablemente no nos vieron.

Llegando a Manchay, a las cinco de la tarde, nos encontramos con que los peruanos habían retrocedido por la carretera hacia Lima varias horas antes, a pesar de que el coronel Miranda, al mando de unos 150 soldados de caballería y más o menos el mismo números de infantería montonera, tenía órdenes de permanecer en Manchay para vigilar el avance del ejército chileno. Los campesinos del lugar estaban muy asustados, y a duras penas logramos que nos hablaran. Con alguna dificultad finalmente pude averiguar que Miranda había sido atacado por un destacamento enemigo que estaba haciendo labor de reconocimiento por el valle de Lurín. Esta fuerza consistía en unos 100 soldados de caballería y 500 de infantería. La caballería peruana, aparentemente, se dio a la fuga sin más, mientras que los montoneros, refugiándose en los cañaverales, continuaron disparando intermitentemente sobre los chilenos. Estos después de herir a tres de la caballería peruana y matar a once de los montoneros entre el cañaveral y habiendo seguramente logrado el objetivo de su reconocimiento, se retiraron. Los peruanos decían haber matado y herido a muchos chilenos en esta escaramuza, pero yo no creo que la pérdida del lado chileno fuese grande, porque el tiroteo de los montoneros suele ser muy errático. Parece que estos últimos se retiraron sin problemas a La Rinconada, hacia donde nos dirigimos el doctor y yo, acompañados por un refugiado peruano tan aterrorizado por la proximidad de los chilenos que nos rogó lo lleváramos a un lugar seguro.

Estando allí pude darme cuenta de que el camino de Manchay a La Rinconada era una ruta muy apta para el avance de un ejército. Sus cuestas no eran muy empinadas; era ancho y bastante libre de desfiladeros que pudieran guarecer y esconder a un enemigo. El camino no era muy arenoso, con la excepción de dos o tres millas en las proximidades de La Rinconada, y como pude caminar toda la ruta desde Manchay hasta aquel lugar en cuatro horas, calculo que la distancia fuera poco más de 12 millas. Una vez en La Rinconada, aunque solo estábamos a unas seis millas de nuestro campamento, nos vimos obligados a pasar por Lima para llegar nuevamente a San Juan. Esto dará una clara idea del estado de los caminos detrás de las posiciones peruanas, y de los obstáculos que habrían de impedir una rápida concentración de tropas en un determinado lugar.

El sábado 25 de diciembre llegó la primera división, la del coronel Iglesias, y ocupó la línea de colinas directamente detrás de Villa. La segunda división, la del coronel Suárez, formó frente a San juan, mientras que la tercera, la del coronel Cáceres, fue trasladada a Monterrico Chico, aparentemente con vista a defender el camino de Manchay. La cuarta división, comandada por el coronel Dávila, parece no haber estado en formación por entonces.

Durante los siguientes días el coronel Cáceres, a la izquierda, estuvo examinando cuidadosamente todos los pasos montañosos que existían entre el camino de Manchay y La Rinconada y el camino principal desde Lurín a través de San Juan. Esta fue una labor excesivamente pesada y fatigosa para los caballos, pues algunas de las cuestas eran sumamente escarpadas. Los caballos también fueron gran causa de problemas y fastidios para nosotros, pues estaban constantemente postrados por llagas en los lomos. Luego de muchas y detenidas exploraciones, el coronel Cáceres concluyó que desde el valle de Lurín hasta Lima, y entre los dos caminos principales anteriormente citados, no había ninguna ruta por la cual pudiera avanzar un ejército.

Los comandantes de las divisiones parecer haber sido oficiales capaces y trabajadores, pero no parecen haber contado con el apoyo de sus subalternos, ni a su vez haber depositado mucha confianza en sus propios superiores. También noté entonces algo que confirmé luego durante las batallas que se desarrollaron: el ejército peruano carecía absolutamente de una autoridad central de quien debieran provenir todas las órdenes generales y a quien debiera haberse reportado todo asunto de interés general. Solo necesito describir un incidente para demostrar cuan flojamente llevaba el presidente las riendas como comandante en jefe. Se trataba de reforzar las posiciones que se habían tomado, cosa que naturalmente inferí habría de hacerse en base a un plan bien pensado y madurado. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando al visitar la brigada del coronel Canevaro, un oficial más emprendedor que el promedio, lo encontré muy ocupado en la tarea de edificar trincheras. Al preguntarle sobre el plan general, del que yo supuse era parte, me dijo francamente que él qué estaban haciendo los demás; él se estaba ocupando de su propia brigada, y que las obras de tierra que estaba levantando eran de su propia iniciativa. Así es como la poca energía que sí existía entre los oficiales peruanos era malgastada en esfuerzos espasmódicos, y todo por la falta de una mano firme y hábil que unificara estas fuerza inconexas en un todo fuerte y resoluto.

Las tropas permanecieron hasta el jueves 30 de diciembre extendidas sobre un gran frente que alcanzaba desde Chorrillos hasta la Rinconada. Se decidió entonces, con buen criterio al parecer, concentrar tropas a los extremos de los dos caminos ya descritos, que venían desde el valle de Lurín. Consecuentemente las cuatro divisiones de regulares formaron detrás de los cerros de arena, que se extienden en una línea curva desde Chorrillos hasta San Juan, una línea de defensa que se extendía por unas cinco millas. Esta posición estaba defendida por unos 20,400 hombres, en el siguiente orden: el coronel Iglesias con su division estaba acampado bajo unos árboles cerca de Chorrillos, teniendo al coronel Suárez  inmediatamente a su izquierda; este último estaba apoyado a la izquierda por la división del coronbel Cáceres, quien ocupaba el frente derecho de San Juan. El coronel Dávila, cuya división acababa de llegar, fue colocado a la izquierda de Cáceres, en el frente izquierdo de San Juan.

Las tropas vivaquearon en los terrenos detrás de las colinas, pero ocupaban las cimas diariamente, desde las cuatro hasta las siete de la mañana. Durante el resto del día solo la avanzada y los centinelas ocupaban las posiciones en las cumbres de los cerros.

La protección de la izquierda fue confiada a la reserva. Unos 4,000 hombres fueron trasladados a la izquierda del camino de La Rinconada a Lima, cerca a Monterrico Grande. 2,000 defendían un paso entre Lima y Ancón, mientras que otros 2,000, apostados en Miraflores, recibieron órdenes de estar listos para actuar en cualquier flanco donde fueran requeridos. Más o menos 100 hombres de caballería y 150 montoneros, sin caballos, fueron colocados en La Rinconada. Con esta disposición de fuerzas, la izquierda se veía muy débil y siempre pareció que se podría haber tomado una posición bastante más fuerte de haberse colocado los 4,000 de reserva delante de La Rinconada, dominando así el valle por el que baja el camino a Manchay. Una posición tal hubiera permitido una retirada sin peligro hacia los cañaverales y otros campos desde donde se podría haber conducido una intensa lucha guerrillera hasta el arribo de fuerzas de apoyo desde la derecha. Es cierto que se construyó una fortificación delante de La Rinconada, pero nunca fue defendida con entusiasmo, porque nunca se consideró la posibilidad de ofrecer una seria resistencia en aquel punto. Habría que darle crédito a Piérola, aunque no sé en qué se basó para asumirlo, por su previsión de que el ataque principal vendría por la izquierda (debería decir: por la derecha).

El ejército peruano ocupó su tiempo, entonces, en reforzar sus posiciones a la derecha, conectando las colinas de arena con trincheras de refugio, construyendo parapetos con bolsas de arena en las cimas y colocando la artillería de modo que dominase toda la llanura por la que tendrían que avanzar los chilenos.

La artillería que se usó principalmente estaba compuesta de pequeños cañones peruanos de seis libras, que describí antes.

Chorrillos fue defendido con seis cañones de campaña en la parte más alta, dos de 60 libras en la ladera noreste del cerro, un cañón de avancarga y de ánima lisa de 500 libras, y dos cañones de avancarga y de ánima rayada de 60 libras en el Morro Solar, una pequeña planicie en el lado norte del cerro, a la mitad de la cuesta, que dominaba una bahía arenosa, donde fácilmente hubieran podido desembarcar tropas. Después de que los chilenos hubieran tomado San Juan y fueron avanzando hacia Chorrillos, los dos cañones de 60 libras del morro apuntaron tierra adentro para contener su avance.

En aquellos momentos los peruanos desplegaron alguna energía en construir caminos, habiéndose hecho uno de San Juan a Chorrillos y otro de San Juan hacia Monterrico Chico.

Durante este tiempo el ejército estuvo bien provisto de alimentos. En realidad, nunca oí queja alguna contra el comisariado. Los carniceros peruanos no eran muy hábiles, y a diario montaban una especie de corrida de toros antes que los animales, que llegaban vivos, fueran beneficiados para carne de res.

Considero que las horas de las comidas de los hombres, las once de la mañana y las cinco de la tarde, eran malas, pues en caso de un ataque durante la madrugada los hombres hubieran tenido que pelear con los estómagos vacíos y tenían grandes probabilidades de quedarse sin comer la mayor parte del día.

Se ocuparon bien del forraje para los caballos, y en general podríamos afirmar que el comisariado peruano, aunque ciertamente no fue sometido a ninguna prueba de fuego, siempre cumplió con su deber. Las ambulancias de campaña disponían de tiendas espaciosas y bien ventiladas y se preocupaban mucho por contar con los instrumentos necesarios. Había un plantel numeroso de médicos en servicio, pero me dijeron que los más destacados doctores habían salido del país durante la guerra, conducta desde luego poco patriótica por parte de ellos. Durante un combate vi que los heridos eran prontamente trasladados a retaguardia, hasta que los peruanos empezaron a perder terreno, y entonces los chilenos, como siempre, hicieron inútil el que se siguiera atendiendo a los caídos. Los heridos peruanos se comportaban estoicamente, sometiéndose a penosísimas operaciones sin acobardarse ni emitir un quejido.

El jueves seis de enero, a las ocho de la mañana, los chilenos atacaron San Juan con dos cañones de campaña desde una pequeña colina de arena a unas 3,000 yardas de distancia. Dispararon nueve proyectiles, 3 de los cuales cayeron sobre las colinas que ocupábamos, donde estallaron. Los demás se quedaron cortos y uno o dos no explotaron. Al mismo tiempo, iniciaron un reconocimiento en dirección a Villa con un escuadrón de caballería.

Piérola había previamente dado órdenes estrictas de no contestar el fuego chileno, por temor a revelar nuestras posiciones, pero a pesar de ello se dispararon tres tiros de los cañones que estaban sobre Villa y se dieron algunos disparos de fusil. A las diuez y media se retiró el enemigo, y terminó el reconocimiento. Los chilenos establecieron puestos avanzados en un cerro que se levantaba delante de las posiciones peruanas, y se podía observar jinetes constantemente vigilantes. La caballería chilena era tan buena que encubría perfectamente todos los movimientos de tropa a sus espaldas.

El 9 de enero, mientras nos preparábamos a pasar un domingo tranquilo y descansar los caballos, se escucharon disparos a la extrema izquierda de nuestra posición. Cabalgando hasta un cerro en las cercanías de Monterrico Chico, vimos un cuerpo de unos 3,000 chilenos bajando por el valle desde Manchay. Cuando llegué a La Molina me encontré con algunos montoneros y caballería desmontada, que me informaron acababan de estar luchendo con el enemigo. Varios de los primeros estaban heridos con cortes de sable. En ese momento los cañones del fuerte de San Bartolomé abrieron fuego sobre los chilenos que avanzaban y estos, como de costumbre, no demostraron ningún deseo de perseguir a sus enemigos en retirada, sino que retrocedieron fuera del alcance de las armas peruanas. Entonces se despachó alguna caballería a observar a los chilenos, con órdenes de avanzar con gran cautela. Pasando La Molina, y ya cerca de La Rinconada, se dio una alarma y los montoneros empezaron a disparar sus fusiles a diestra y siniestra, sobre cualquier objetivo. Era claro para mí que los chilenos no habían entrado a La Rinconada, pues al llegar a aquel lugar encontramos los capotes de los soldados tirados en el camino en las mismas posiciones en que los peruanos yacieron sobre ellos para dormir la noche anterior. Desde unos cerros a una media milla delante de La Rinconada, se podía ver a los chilenos acampados detrás de otra pequeña colina, a unas tres millas de distancia.

Los detalles de la escaramuza fueron probablemente así: la infantería chilena, con unos 3,000 hombres, había avanzado por el valle por el camino de Manchay, precedida por unos 200 hombres de caballería. La caballería había sorprendido a los montoneros en el reducto al que ya nos referimos, que yacían delante de La Rinconada. Estos muy probablemente dispararon una salva y luego corrieron atrás hacia unos arbustos. Los siete muertos que encontré yaciendo en el lugar de la refriega fueron muertos a sablazos, y seguramente fueron atacados mientras intentaban escapar.

Los montoneros siguieron disparando desordenadamente desde los cañaverales y arbustos, y la caballería chilena, al ver que nada efectivo podía hacer, retrocedió hasta donde estaba la infantería, que avanzaba lentamente. Los peruanos se retiraron ante esta fuerza numerosa, y los chilenos habiendo cumplido con el objetivo de su reconocimiento, debieron haberse retirado sin entrar en La Rinconada, acampando fuera del alcance de los cañones de San Bartolomé. Allí se les podía ver claramente en la tarde. No creo que hubo intervención de ninguna de las tropas regulares peruanas, sino solamente de los montoneros. La caballería escapó inmediatamente a pie; un batallón de reserva que fue enviado desde Monterrico Grande para asistirlos ni siquiera entró a La Rinconada. El fuego encubridor de los fuertes peruanos fue en esta ocasión, como en muchas otras, más peligroso para sus propias tropas que para los chilenos. Se habían formado para combate dos líneas de caballería peruana en las colinas frente a La Rinconada, listas para auxiliar al coronel Rondón quien, con otro oficial, estaba inspeccionando el valle de abajo. De repente, el comandante de San Bartolomé, suponiendo que se trataba de fuerzas chilenas, abrió fuego contra ellos, lanzando dos proyectiles que estallaron entre las dos líneas de caballería. Por supuesto, el resultado fue una estampida inmediata, y se hizo llegar una reprimenda del presidente al comandante del fuerte quien, después de todo, no era tan culpable como aquellos quienes debieron haberlo mantenido informado. El efecto de la refriega (como calculó sin duda el general chileno) fue alejar las tropas peruanas de San Juan para fortalecer la izquierda. Como la división de Dávila fue enviada a La Molina, la derecha quedó con solo tres divisiones. Esta disposición fue luego alterada de manera que dos de las brigadas bajo la comandancia de Dávila acamparon en Monterrico Chico mientras que una, la del coronel Canevaro, regresó a su posición anterior en el frente izquierdo de San Juan.

Se había separado a la brigada del coronel Canevaro de la división del coronel Cáceres, y se le había reemplazado con otro de la división Dávila. Este intercambio fue hecho debido a una estúpida rencilla entre los coroneles Cáceres y Canevaro. Alguna universidad había obsequiado una hermosa bandera peruana al coronel Cáceres, quien tenía fama de ser un valiente soldado, con el pedido de llevarla bajo fuego enemigo. Así que cada vez que parecía probable un enfrentamiento se veía a los oficiales del coronel Cáceres con la bandera. El coronel Canevaro se rio de esto, que él consideraba ridículo, preguntando si Cáceres se consideraba un caballero andante del tipo de Godofredo de Bouillon. Así fue como este episodio infantil produjo un enfriamiento entre dos de los mejores hombres que tenian los peruanos, quienes deberían haber trabajado juntos en perfecta armonía.

A la siguiente mañana del lunes 10 de enero, todos estaban levantados a las dos de la mañana, esperando un ataque, pero mientras avanzaba el día y no se discernía ningún movimiento del ejército chileno, se pensó que posiblemente se diferiría el ataque hasta la siguiente mañana. Cuando pasaron las mañanas tanto del martes como del miércoles de manera igualmente tranquila, los peruanos empezaron a aflojar su vigilancia y a imaginar que el ataque habría sido pospuesto indefinidamente debido a que sus posiciones eran consideradas demasiado fuertes o a que los chilenos estaban esperando más refuerzos.

Yo no podía evitar la impresión de que todo iba ocurriendo de la manera deseada por el general chileno, cosa que sin duda había calculado él. Así pues, cuando a las cuatro de la mañana del jueves 13 de enero se me avisó que el ejército chileno estaba avanzando contra nuestra derecha, no me sorprendió encontrar que muchos oficiales rehusaban darle crédito al informe. Monté mi caballo y acompañé al coronel Cáceres a la cumbre del cerro frente a San Juan; esto fue como a veinte para las cinco.

En el croquis adjunto he intentado mostrar las posiciones de las tropas peruanas al comienzo de lo que hoy se llama la batalla de Chorrillos. A la derecha estaba estacionada la división del coronel Iglesias, listo a defender las lomas frente al monte Chorrillos, con la división de Suárez y Cáceres a su izquierda, mientras que la primera brigada de Dávila, bajo el coronel Canevaro, fue colocada para actuar al frente izquierdo de San Juan.

Casi todas las tropas, dejando sus campamentos, se extendieron en una línea compacta por encima de las crestas de los cerros. Los batallones se alineaban uno tras otro, desde San Juan hasta Chorrillos, separados solamente por los cañones de la artillería. Canevaro avanzó y ocupó las colinas al frente izquierdo de San Juan con la trinchera protectora que las conectaba, una posición muy expuesta. Por alguna razón, que desconozco, unos 4,000 hombres se concentraron en los campos delante de San Juan y no entraron en combate en ningún momento.

La siguiente era la disposición de las tropas peruanas, formadas a la derecha para resistir el ataque chileno. Las tropas que defendían la izquierda ocupaban las posiciones a las que ya hice referencia, o sea 2,000 reservistas en la carretera de Ancón, 4,000 cerca a Monterrico Grande, unos cuántos irregulares a La Rinconada y dos brigadas de la división de Dávila, en número alrededor de 3,400 en Monterrico Chico. Esta parte de la división de Dávila recibió luego órdenes de adelantarse para reforzar a Canevaro, pero no parece haberle servido de ninguna ayuda. También había unos 2,000 reservistas ocupando un gran reducto al este del ferrocarril de Miraflores.

Yo permanecí con el coronel Cáceres en la cima del cerro, inmediatamente al frente de San Juan, por algún tiempo después que el ataque chileno se había desencadenado, pero nada pudo verse, ni se pudo obtener información. El coronel solo estaba acompañado de 2 de sus 5 ayudantes; los otros 3, me informaron, estaban en cama.

A diez para las cinco se vieron algunos fogonazos en nuestra delantera izquierda, pero a larga distancia, aparentemente cerca del camino a Lurín. Luego de unos cinco minutos, todo el frente derecho se encendió en un continuo tiroteo de rifles. El coronel Cáceres cabalgó entonces por los cerros de la derecha, animando a sus hombres y diciéndoles que el momento supremo por fin había llegado. En medio de esta coyuntura llegó Piérola, escoltado por un solo edecán. Doquiera que iba era recibido esntusiastamente y los gritos de "Viva el Perú" eran de lo más sinceros.

General Miguel Iglesias
Uniéndome al presidente lo acompañé por los cerros a la derecha. El fuego de ambos lados era muy intenso en aquellos momentos. Al ascender a una colina cercana nos dispararon desde otra colindante con ella, algo hacia la retaguardia derecha. De esto deduzco que los chilenos debieron capturar esta colina poco después del comienzo de la batalla. Luego el presidente visitó a los hombres en los cerros frente a San Juan, quienes no se habían trabado en combate con la infantería todavía, pero que estaban bajo un fuego bastante pesado, de parte de la artillería enemiga. De mi experiencia con los proyectiles, durante esta campaña, debo confesar haber estado bastante asombrado con el poco efecto que producían. Varios estallaron desagradablemente cerca a mí, pero sin causar ningún daño. Esta inmunidad al peligro, sin embargo, puede haberse debido a la calidad arenosa del suelo en que estallaban. La mayor molestia ocasionada por las explosión de las bombas era que asustaban a nuestros caballos dejándolos extremadamente inquietos.

Al volver sobre nuestros pasos hacia las colinas de la derecha de San Juan, encontramos al enemigo que las controlaban y a los peruanos en plena retirada, bajando por las laderas a retaguardia. Aún teníamos, como ya mencioné, una reserva de 4,000 hombres en posición de descanso en los campos frente a San Juan; sin embargo, aunque Piérola estuvo observando la batalla durante por lo menos diez minutos más, no se dieron órdenes de que estas tropas reforzaran la derecha, de hecho parece ser que no se dio orden alguna. Entonces, alrededor de las seis, el ala izquierda se trabó en combate mientras que Piérola, sin hacer ningún esfuerzo por ayudar a la derecha que iba siendo obligada a retroceder gradualmente, cabalgó hacia Chorrillos. Apenas hubo partido, los hombres de la reserva se largaron a retaguardia, hacia Surco, sin haber disparado un tiro.

Alrededor de las seis y veinte empezó a flaquear la izquierda, y poco después la retirada era general a lo largo de toda la línea.

El camino de San Juan a Surco estaba bloqueado con mulas y caballos, y cajas enteras de munición fueron arrojadas a los arroyos.

Los oficiales, con muy pocas excepciones, no hicieron ningún esfuerzo para reagrupar a sus hombres, sino que por el contrario, tras encender sus cigarrillos, los seguían en la retirada. El coronel Vailley (segundo jefe del estado mayor), los coroneles Cáceres, Canevaro y Huker intentaron inútilmente, pistola en mano, detener el cauce de la retirada. Pusieron enorme empeño en convencer a sus hombres de que tomaran posición tras las líneas de los árboles y tapias que yacían muy convenientemente situadas para el fin de detener el avance chileno; pero sus esfuerzos sirvieron de muy poco, pues los oficiales solo parecían desear retirarse calmadamente a Lima y no los ayudaron, mientras que a los soldados no se les ocurría por sí solos reagrupar sus fuerzas. Así fue como la totalidad de la segunda y la tercera división (las de Suárez y Cáceres) junto con lo que quedaba de la brigada de Canevaro (quien me dijo que dos de sus tres batallones emprendieron la huida casi inmediatamente después del primer disparo contra ellos) fueron retrocediendo por el camino entre Chorrillos y Lima. La división de Suárez se dispersó entre Chorrillos y Barranco, mientras que los demás, bajo Cáceres, volvieron a formar filas en la estación ferroviaria de Barranco.

Entre tanto, la primera división bajo Iglesias trataba gallardamente de defender alguna de las colinas restantes a la derecha, pero estaban siendo obligados a retroceder paulatinamente hacia Chorrillos. Si este oficial hubiera recibido ayuda de Suárez y Cáceres, es probable que Chorrillos no hubiera caído en manos de los chilenos, quienes hubieran podido ser repelidos aunque fuera temporalmente. Digo esto porque el enemigo, fatigado ya por la larga marcha, y después de tomar las colinas a la izquierda de San Juan, no completó su victoria en aquella dirección e hizo una sola carga de caballería sobre los peruanos en retirada, sin intentar hostigar su retaguardia. Ya que Suárez y Cáceres no fueron perseguidos y tuvieron tiempo de más para volver a formar a sus hombres con calma, ¿qué fue, pues, lo que les impidió, una vez ya de nuevo en formación de batalla, seguir la vieja y buena máxima de marchar en dirección al fuego? Creo que debe haber sido la más fatal de las fallas de los comandantes: "Temor a la responsabilidad".

Por conversaciones sostenidas con algunos oficiales antes de la batalla, me quedó grabada la idea de que habían decidido entre el presidente y los comandantes de las divisiones que "de ser derrotados en nuestras posiciones delanteras, habrá que retirarse de inmediato a las líneas de Miraflores". Creo que se dio esa orden y el temor a desobedecerla parece haber paralizado al ejército peruano por el resto del día, y fue la causa de que se abandonara a su suerte al gallardo Iglesias.

No puedo intentar explicar por qué, al comenzar la batalla, no se ordenó a Dávila desplazarse de Monterrico Chico para ayudar a Canevaro, ni por qué, si tal orden fue dada, no llegó aquel. Sin embargo, debo decir que en mi opinión el apoyo que Dávila hubiera podido ofrecer hubiera sido de muy poca utilidad después de la derrota de Suárez y Cáceres en la derecha.

Me retiré con el coronel Cáceres a Barranco y cabalgamos luego a Chorrillos buscando al presidente. En todas partes encontramos a otros dedicados en la misma tarea e intentando en vano encontrar a alguien que pudiera dar órdenes. En los alrededores de Chorrillos me di con el coronel Suárez y su división, parados aparentemente sin hacer nada mientras que el nutrido fuego chileno seguía a la derecha, frente al pueblo de Chorrillos.

Al llegar a Chorrillos me enteré que el presidente había partido a eso de las diez y media de la mañana a Miraflores, por un camino que corría a lo largo de la playa. Me dirigí a aquel lugar, pero aún allí los oficiales ignoraban su paradero, auque todo el mundo preguntaba por él. Entonces se colocó frente a Barranco un furgón de ferrocarril sobre el que se habían colocado cuatro cañones de doce libras, montados sobre cureñas navales y carriles. Formaba una batería móvil que disparaba proyectiles indiscriminadamente, sin blanco determinado, en dirección al ejército chileno. Fuera de esto, no se tomaron otras medidas para auxiliar al coronel Iglesias. El coronel Cáceres se retiró lentamente a Miraflores, seguido por el coronel Suárez. Allí se les unió el coronel Dávila con sus dos brigadas, que hasta entonces no habían entrado en combate. Estas tropas, junto con las 2,000 de reserva que ya estaban en Miraflores, procedieron a ocupar la línea de reductos a la que ya me referí antes y, sin más, vivaquearon a mediodía en sus nuevas posiciones. A esta hora fue finalmente vencido Iglesias. Los chilenos tomaron por asalto exitosamente el alto pico de Chorrillos al que se había retirado y este ataque, combinado con otro por la ladera oriental del cerro, hicieron que los peruanos evacuaran la cumbre y se refugiaran en el Morro Solar. Esta posición se hizo insostenible por el fuego disparado por los chilenos desde arriba. Así fue como el coronel Iglesias y 1,500 de sus hombres fueron tomados prisioneros: unos pocos escaparon a Miraflores por la playa, pero el resto de la primera división fue muerta o herida y Chorrillos cayó en manos del enemigo a la una de la tarde.

La derrota peruana parece haberse debido en primer lugar a la mala vigilancia efectuada, porque no se avistó ni se disparó sobre el enemigo hasta que este había llegado a la base misma de una de las colinas. Una vez que el ataque entró ya de lleno, no se demostró ningún interés en traer adelante tropas frescas, de las que habían muchas disponibles, para reforzar los puntos débiles. Tampoco demostraron los oficiales mucho entusiasmo por ir a la cabeza de sus hombres cuando estos flaqueaban. Era obvio que no estaban sinceramente comprometidos con su tarea. El mayor Castilla, quien como ya mencioné era una noble excepción, murió valientemente cuando intentaba reorganizar dos batallones de su brigada que estaban huyendo.

También los soldados deben haberse dado temprana cuenta de que no se les estaba manejando de manera firme y decisiva, y por ello la poca disciplina que poseían sucumbió a un desesperado "sálvese quien pueda". No parecían creer que fuera una vergüenza huir, sino que retrocedían desordenadamente gritando "¡Viva el Perú!", gritando de vez en cuando para disparar sus fusiles al aire o, lo que era peor aún, disparar en cualquier dirección, lo que era peligroso tanto para sus compañeros como para el enemigo.

La noche transcurrió sin nuevos ataques. Los chilenos no adelantaron sus avanzadas más allá de Barranco, contentándose por entonces con saquear Chorrillos, reduciéndolo a cenizas. Los peruanos pasaron el tiempo reforzando sus posiciones, llenando de agua las fosas, colocando artillería en los reductos, etc. Aquella noche encontré al presidente en Miraflores, donde había establecido sus cuarteles en la hermosa residencia campestre del señor Shell, un comerciante alemán. Piérola no parecía estar de mal ánimo ni deprimido por los acontecimientos del día y me conversó muy amablemente durante la cena. No pude dejar de observar cuán distinto era del resto de los peruanos que yo había conocido. Hablaba muy calmadamente, sin nada del acaloramiento y verbosidad a que me había acostumbrado tanto.

Conseguía una total sumisión de sus subordinados y era claro que aun que carecía de genio militar o de una personalidad y no siendo particularmente enérgico, no obstante era un hombre que se imponía en virtud de una especie de superioridad intelectual sobre los que lo rodeaban. Esto era muy claro para un extranjero como yo.

Como se esperaba un ataque a la mañana siguiente, el 14 de enero se ensillaron los caballos a las tres de la madrugada. Al no observarse ningún movimiento de los chilenos, a las cinco y treinta acompañé al presidente por las líneas.

La posición era, sin duda, muy fuerte. Nueve de los reductos que mencioné anteriormente se extendían desde el mar, frente a Miraflores, hasta menos de una milla de Monterrico Chico. Las tapias de barro que conectaban los reductos tenían buenas troneras, de modo que ofrecían completa protección a los soldados que las defendían, mientras que las irregularidades en la construcción de los muros permitían disparar de flanco en muchos casos. El terreno que se extendía en dirección al avance chileno era irregular. Algunas partes eran abiertas y expuestas hasta una distancia de un cuarto de milla, pero en otros sitios los chilenos podían cubrirse hasta muy cerca de las líneas peruanas. Esta es una de las muchas instancias en que las precauciones de los peruanos eran incomprensibles para mí. Como dije antes, no atinaron a colocar minas que detuvieran bajo fuego al enemigo, ya cerca de los parapetos. Parecían contentarse con que la explosión de una bomba matara 20 ó 30 chilenos, aunque no tuviera el efecto de provocar un alto o crear confusión a corta distancia de las defensas, ni interferir mayormente con el avance de los atacantes.

Las tropas reunidas allí, para una última defensa de Lima, eran unos 12,000 hombres, 10,000 de los cuales eran los residuos del ejército regular que combatió el día 13, y los otros 2,000 pertenecientes a la reserva que no había combatido aún. El resto de la reserva no había sido trasladado de Monterrico Grande ni de la carretera a Ancón; pudo comprobarse después que esos 6,000 hombres regresaron a sus hogares sin haber nunca disparado un tiro.

Al regresar el presidente a su cuartel general encontró al coronel Iglesias, quien fuera tomado prisionero el día anterior y enviado por los chilenos, bajo palabra, para señalar a Piérola la futilidad de seguir resistiendo y exigir, a nombre del general chileno, que se entregaran las posiciones miraflorinas antes de abrir las negociaciones. Se me informó que esta exigencia fue rechazada de inmediato. El mismo requerimiento fue hecho durante la tarde por un oficial chileno y fue nuevamente denegado.

A las seis de la tarde, luego de reunirse en consejo con todos los comandantes de divisiones y brigadas, Piérola solicitó por telégrafo a Lima que vinieran los ministros extranjeros, y, luego de consultar con ellos, fui comisionado por el señor St. John, a las once de la noche, para llevar una carta al general chileno, acompañado por el teniente Conde Royck de la marina italiana. Tuvimos un poco de dificultad en lograr que el maquinista echara a andar su locomotora a esa hora de la noche pues él temía que los chilenos hubieran levantado los rieles o minado la ruta. Como para aumentar sus preocupaciones, cuando ya nos alistábamos para partir, se disparó una ráfaga de tiros justamente fuera de la estación. Esto lo alarmó tanto que lo hizo retroceder de nuevo. Sin embargo usando una dosis de persuasión y otra de amenazas, arrancamos la locomotora con el ténder delante, fijándonos bien en la condición de los rieles. Una bandera blanca iba desplegada en el ténder y tocábamos continuamente el silbato hasta que nos dio el alto la avnazada chilena. Tras corta demora, empezamos a buscar al general Baquedano.

No fue cuestión fácil. Fuimos primeramente llevados a un gran cuartel que quedaba en las afueras de Chorrillos y que había sido convertido en hospital provisional (este era el lugar donde pocas semanas atrás asistí a la ceremonia de la presentación al batallón Piura de su nuevo estandarte y el medallón grabado "Victoria o Muerte", y donde conocí al mayor Castilla). Luego fuimos conducidos a través de las ruinas humeantes del pueblo, donde casi no había casa intacta, para seguidamente retornar a las tiendas del cuartel general, donde me encontré con el capitán de fragata Acland. Este me pidió que informara al ministro británico que él consideraba peligrosísimo que cualquier mujer o niño permaneciera en Lima, en caso de que los chilenos avanzaran sobre ese lugar en plena euforia por la victoria, ya que no habrían de respetar vidas ni propiedades y Lima podría correr la misma suerte que Chorrillos. Finalmente fuimos llevados donde el general Baquedano; al entregarle la carta que nos había sido encomendada, recibimos la respuesta oral de "siete de la mañana", con la que volvimos donde los ministros a Miraflores.

A las siete de la mañana del día siguiente, 15 de enero, acompañé al señor St. John y al cuerpo diplomático al cuartel general del general Baquedano y regresamos a Miraflores alrededor de las once. En el camino de regreso, el señor St. John me dijo ser portador de las condiciones de rendición a Piérola y que me necesitaría para acompañarle en la tarde, cuando volviera con la respuesta. También me dijo que se había cordado un armisticio hasta medianoche. Al regresar a Miraflores me encontré con el comandante en jefe de la escuadra británica del Pacífico, contralmirante Stirling, quien acababa de llegar en tres desde Lima, junto con el contralmirante francés y el comodoro italiano. Permanecí conversando con el almirante B. du Petit Thouars hasta cerca de las dos de la tarde y poco después se anunció que el almuerzo estaba servido. Mientras tanto, yo había desensillado mi caballo para darle un buen descanso, creyendo qie no habría de necesitarlo durante el armisticio, ya que podría cumplir mis tareas a pie o en tren. Se rumoreaba entonces entre los oficiales que Piérola había aceptado las condiciones chilenas y que, por consiguiente, ya no habría más lucha. Durante el almuerzo, el presidente se sentó a la cabecera de la mesa, su lugar acostumbrado, con los contralmirantes francés e inglés a cada lado y los miembros del estado mayor presentes, como de costumbre. Mientras almorzábamos regresó de Lima el señor St. John, acompañado por otros ministros extranjeros. Todos fueron conducidos a los aposentos privados de Piérola. Cuando ya casi terminábamos se oyeron salvas de tiros de fusil, seguidos casi inmediatamente por proyectiles de artillería que estallaban sobre nuestra casa. Todos saltamos muy sorprendidos de que se hubiera violado el armisticio, y nos dispersamos en las diferentes direcciones a las que nos llamaban nuestros deberes. Mi caballo era muy inquieto e indócil y, exacerbado aun más por los proyectiles que estallaban a corta distancia suya, me fue muy difícil encasillarlo. A fin de cuentas las correas de la montura cedieron y me vi obligado a cabalgar a pelo. Entonces, tomando el bocado entre los dientes, el caballo partió galopando, estrellándome dos veces contra una pared. Felizmente en ambas oportunidades lo detuvieron unos soldados y pude volver a montarlo, aunque sin los estribos no tenía de donde sujetarme, y se lanzó furiosamente contra un cuerpo de caballería. Como era imposible conducirlo, decidí ir a retaguardia e intentar conseguir otra montura.

Poco después fui abruptamente detenido por dos soldados peruanos quienes, sujetando mis riendas, me ordenaron desmontar. Como rehúse hacerlo, uno de ellos desenvainó su espada y me atacó con ella.

Yo tenía un revólver, pero consideré insensato utilizarlo, así que cogí la hoja de su espada, que no estaba muy afilada, e intenté arrancársela de las manos. En seguida se arremolinó un tropel de soldados fugitivos que me tiró abajo y me desarmó. Afortunadamente en esas circunstancias acertó a pasar por allí un oficial de rango superior a quien yo conocía quien amablemente aclaró la situación, me consiguió otra montura y permitió que me dirigiera nuevamente al frente. Ya en camino encontré al contralmirante Stirling, quien me expresó su deseo de que le informara cuanto antes el resultado de la batalla y de que le avisara a tiempo del avance de los chilenos sobre Lima, de ser estos vencedores. En el camino a Miraflores me encontré con un grupo de oficiales y soldados heridos que iban gritando "¡Viva el Perú!" y me dijeron que los chilenos habían sido obligados a retroceder y que los peruanos habían obtenido un gran triunfo. La verdad de las cosas era, como me lo esperaba, que los chilenos, después del primer ataque y al darse cuenta de que las posiciones peruanas eran mucho más fuertes de lo que anticiparon, retrocedieron hasta que pudieron llegar refuerzos para ayudarles.

La batalla se desencadenó a lo largo de toda la línea de reductos y continuó intensamente hasta cerca de las cinco de la tarde. Los buques de la escuadra chilena apoyaban a su ejército, batiendo los reductos de flanco. Estos disparos hicieron poco daño porque los proyectiles estallaban sin alcanzar el blanco, aunque pueden haber tenido efectos positivos sobre la moral de los soldados. Unos cuantos cañonazos dieron en el blanco, pero solo encontré un hombre herido por tales disparos. En general, no tengo una opinión favorable sobre la ayuda que pueda dar una escuadra a un ejército que está actuando contra un enemigo a corta distancia del mar. La derecha peruana empezó a ceder a eso de las cinco de la tarde, evacuando los reductos frente a Miraflores. Estas tropas se retiraron sin intentar defender ninguno de los muchos muros de barro que atravesaban su ruta de retirada. Pronto fue retirándose la totalidad del ejército peruano. Al principio una parte de aquellos que estaban a la izquierda usaron los sucesivos y paralelos muros de barro para contener el avance chileno, pero después renunciaron a toda idea de defensa y todos se fueron hacia la capital. Los fugitivos se desviaban hacia el este en su retirada, seguramente para escapar del fuego disparado desde los barcos. Aunque muchos buscaban ansiosamente al presidente, a este no se le hallaba por ninguna parte; creo que debe haberse retirado temprano en la tarde a la izquierda de Lima, hacie el fuerte de San Bartolomé, porque en la noche se informó que allí se encontraba.

Yo estaba sumamente interesado en poder informar definitivamente sobre si los chilenos iban o no a "completar su victoria", pero no era este un asunto sencillo, ya que si permanecía detrás de las líneas peruanas en retirada corría grave riesgo de que se me disparara tomándome como chileno. En cierto momento fui perseguido por una caballería chilena. Inmediatamente se dio el grito de "¡Chileno!", y los peruanos en retirada me dispararon una andanada que felizmente no dio en el blanco. Tuve, sin embargo, que adelantarme para poder identificarme, pues rara vez se fijan adonde disparan cuando estaban huyendo. Normalmente, al darse una alarma, buscan algún lugar para cubrirse y disparan a cualquier sitio, sin apuntar a un objetivo, y tan rápidamente como les es posible.

Al observar que los chilenos no tenían intención alguna de completar su victoria aquella noche, fui con esta información adonde el contralmirante Stirling, a la legación británica. Al ir llegando a Lima, las tropas peruanas se reunieron en la plaza frente al palacio de la Exposición. Esa fue la última vez que vi al ejército peruano en formación, pues una o dos horas después de su llegada, regresaron a sus cuarteles y allí los oficiales se cambiaron a trajes civiles y los batallones se disolvieron poco a poco, desapareciendo de la vista.

General César Canevaro
Allí también me despedí del coronel Cáceres, en el mismo camino por el que había cabalgado con él y su cuerpo de oficiales camino a la campaña. Solo quedaban dos de sus oficiales, tres habían muerto y otro había sido herido, mientras que el coronel Cáceres montaba su tercer caballo, intentando aún reconcentrar los restos de su división. Una bala le había atravesado la chaqueta, otra habia abollado la vaina de sus espada y una tercera le atravesó la parte más gruesa de la pierna. El coronel Canevaro se vio envuelto en la contienda desde los primeros momentos y fue herido en el pecho, además de perder a todos sus oficiales durante las dos batallas.

No puede menos que lamentar, al dejar a estos dos valientes, que se desaprovechase todo el celo y heroísmo del que hicieron gala durante la campaña y que hubieran tenido tan poco apoyo. A las ocho y media de la noche acompañé al contralmirante a palacio, donde se desarrollaban consultas entre los ministros extranjeros, los comandantes navales y aquellos miembros del gobierno peruano que aún permanecían en Lima.

 A las once recibí órdenes del contralmirante Stirling de ir con mi colega francés e italiano al cuartel del general Baquedano con una bandera de tregua y pedirle fijar una entrevista con los ministros extranjeros y comandantes navales, así como que atrasara su avance sobre la capital hasta que dicha entrevista hubiera tenido lugar. Tuvimos las mismas dificultades descritas anteriormente con los maquinistas; esta vez con mayor razón, quizás, porque la misma locomotora había sido usada más o menos una hora antes para llevar una batería contra el enemigo. También se sabía que los chilenos estaban muy encolerizados por lo que consideraban entonces una traición de parte de los peruanos. Tampoco parecían considerar que la diplomacia extranjera carecía de toda culpa. Todo ello hacía más creíble la objeción planteada por los funcionarios del ferrocarril, quienes sostenían que la línea estaba probablemente minada. Sin embargo, el maquinista era inglés, y cuando se le explicó que si no se lograba hablar con el general chileno este probablemente avanzaría e incendiaría Lima al amanecer, arrancó la máquina y pude marchar cautelosamente, con mis colegas hacia el campamento chileno.

Fuimos detenidos por los centinelas de avanzada del enemigo a la entrada de Miraflores y vi que los oficiales no parecían estar de buen humor. Uno que hablaba inglés me aseguró que no valía la pena el ir a ver al general, quien estaba muy irritado por lo que había sucedido y no habría de darme, creía él, ninguna respuesta favorable. Mientras hablaba con estos oficiales, se dispararon dos tiros contra la máquina desde un cañón de campaña cercano, felizmente sin efecto. Uno de los oficiales se fue al galope a detener el fuego antes de que dispararan más tiros. Luego se nos vendó los ojos y fuimos conducidos ante un coronel, que era el jefe de los puestos de avanzada, quien después de que le explicamos nuestro asombro, así como la sorpresa de todos los ministros y almirantes europeos ante el comienzo de las hostilidades durante el armisticio, nos permitió proseguir a Chorrillos en busca del general, ya sin vendas sobre los ojos.

Todo el camino de Miraflores a Barranco estaba cubierto con hombres y caballos muertos y los cuarteles a los que nos llevaron para encontrar al general estaban llenos de heridos, muchos yacían en toda la plaza, y era terrible escuchar los quejidos. Calculé que las pérdidas chilenas entre muertos y heridos durante esa sola tarde eran de cuatro mil hombres.

Después de conversar un rato con el general Maturana, el jefe del estado mayor, le expresamos, como ya habíamos hecho con el comandante de los puestos de avanzada, nuestra sorpresa ante el comienzo de la batalla. Entonces salió a relucir que el general Baquedano, con algunos otros oficiales, se había acercado mucho a la avanzada peruana cuando estaban reconociendo las posiciones enemigas y, como se hizo fuego sobre ellos, la lucha se hizo general. Muy pocos de los oficiales chilenos aseveraban que los peruanos habían realmente avanzado antes de que empezara el tiroteo ni, incluso, después. Yo tampoco creo que haya sido así, sino que, como los peruanos estaban bien encubiertos, es muy probable que el general Baquedano haya llegado muy cerca de ellos sin haberse dado cuenta de ello. Ambas partes, sin embargo, parecen haber estado demasiado prontas para entablar la lucha, cosa extraña considerando que regía un armisticio. Extraña muy especialmente que los buques chilenos abrieran fuego desde el inicio de la batalla. Como no podíamos hallar al general Baquedano, transmitimos nuestro encargo al general Maturana quien nos aseguró en nombre del comandante en jefe, que no se haría ningún avance sobre Lima antes de que se llevara a cabo la entrevista deseada. Esto, por supuesto, siempre y cuando los peruanos no atacaran a los chilenos, en cuyo caso, nos dijo el general, no podría él responsabilizarse por lo que pudiera ocurrir.

Por cierto, nos vimos en una situación muy delicada cuando, durante nuestra conversación, se iniciaron disparos desde el fuerte San Cristóbal sobre los puestos chilenos de avanzada. Naturalmente, estábamos ansiosos por comunicarnos cuanto antes con nuestros respectivos almirantes para que se tomaran los pasos necesarios para evitar que volvieran las hostilidades al amanecer; pero como se sabía que el general Baquedano tenía una carta que quería enviar, y como no se le podía encontrar, se decidió que el oficial italiano y el francés regresaran rápidamente a la legación británica en Lima con la promesa del general Maturana, mientras que yo permanecía allí para traer la carta del general Baquedano.

A las ocho de la mañana, luego de recibir la carta del general regresé a la legación británica y a la una de la tarde acompañé al contralmirante Stirling y al cuerpo diplomático al cuartel general de Baquedano, regresando con ellos a Lima en la noche. Esto fue el domingo 16 de enero. Por órdenes del contralmirante, permanecí en la legación británica durante el día siguiente, el 18 de enero regresé a bordo del "Triumph".

Para concluir, siento que debo resaltar cuán valiosos fueron los servicios ofrecidos por el teniente Conde Royck de la marina italiana, y por el teniente Roberjot, secretario del comandante en jefe de la escuadra francesa, cuando visitamos el campamento chileno con la bandera de tregua, después de la batalla de Miraflores.

Estoy convencido de que se pudo obtener una respuesta favorable de Baquedano, a pesar de que los oficiales chilenos nos dijeron que sería imposible conseguirla, en gran parte gracias al comportamiento tan conciliador y caballeroso de estos dos oficiales y a su conocimiento de la lengua española. Es más, la manera tan amable y cordial en que mis colegas de las marinas americana, francesa e italiana colaboraron conmigo durante todo el tiempo en que estuvimos agregados al ejército peruano fue una gran fuente de apoyo y fuerza y merece mi más profunda gratitud.

Incluyo un croquis "a vuelo de pájaro" de la zona que fue el escenario de las recientes operaciones militares cerca a Lima, y por el cual estoy en deuda con el teniente De Lisle, del "Shannon". Aunque no es topográficamente correcto en todos sus detalles, ya que fue trazado en base a la cruda descripción que pude yo darle, servirá para trasmitir una idea bastante más clara de la que podría obtenerse de un croquis o carta corriente de los dos campos de batalla y sus alrededores.

También quisiera llamar su atención sobre la gran conveniencia del saco que utilicé durante la campaña. Era una polaca corriente de sarga, de las que usa la infantería de marina, en la que iban cosidos los galones de teniente. Encontré que mi vestimenta era objeto de envidia de parte de los oficiales peruanos, quienes, con un saco de pecho descubierto que dejaba ver gran parte de su camisa blanca, rápidamente parecían sucios, como seguramente lo estaban. Yo, en cambio, después de una larga y polvorienta cabalgata, con probabilidades de tener que dormir con la ropa puesta, solo tenía que darme un chapuzón en el arroyo más cercano y cambiar mis prendas interiores para poder tener la satisfacción no solo de sentirme, sino también de parecer perfectamente limpio y cómodo.

        Tengo, etc.,


Reginald Carey Brenton
Teniente de navío

Capitán A. H. Marham
H. M. S. "Triumph"

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(1)  WU, BRADING, Celia. TESTIMONIOS BRITÁNICOS DE LA OCUPACIÓN CHILENA DE LIMA. Introducción, Recopilación e Ilustraciones: Celia Wu Brading. Editorial Milla Batres. Lima, Perú, 1986. Págs. 90-123.